de Cecilia Durán Mena
No hay cicatriz que no encierre belleza, son las costuras de la memoria, dice la doctora mientras lleva a cabo el procedimiento de sutura. Como si yo quisiera guardar el recuerdo de lo que sucedió. Ya quedé marcada. Tuviste suerte, ¿sabes?, no hay afectaciones óseas y las vías nasales y orales no resultaron comprometidas. Tampoco te tocaron los ojos. Es algo muy superficial. Ni te preocupes, vas a quedar bien. La voz traspasa la tela azul claro del cubrecampos que me tapa la cara. Es una herida limpia, no te apures, voy a cuidar que el resultado sea estético. Va a parecer un pellizco de ángel. ¿Un pellizco de ángel? ¿Qué es eso? Una pequeña rendija de la tela me permite ver cómo se ajusta los lentes de cirugía. Sigue hablando. No sé si lo hace para explicar lo que está haciendo o si recita un procedimiento aprendido de memoria. Estoy con los cierres primarios y verás que tendrás una evolución muy favorable. Lo vas a notar en las próximas veinticuatro horas. No te muevas. ¿Te duele? Sin esperar respuesta, me inyecta más xilocaina.
En serio, no te muevas. No quieres quedar chueca, ¿verdad? Si no te estás quietecita, puedo dejar un remate imperfecto. Las cicatrices son costuras de la memoria, repito las palabras en la mente. No, no quiero un remate imperfecto que me marque para siempre, me digo, y siento que una lágrima quiere salir. Ya quedé marcada. La enfermera pasa un algodón por el contorno de los ojos. No queremos contaminar el área estéril, explica y siento una palmada en el hombro. El nudo en la garganta es amargo. No siento la cara pero tengo una profunda sensación de mareo.
La herida presenta un corte impecable, la trayectoria vertical fue bien trazada. Tenía buen pulso, aunque no lo creas, eso es una fortuna. Es una facial simple, es decir, neta, así se dice. Bueno, para que me entiendas, no es muy grande. Fíjate, le dice a la enfermera, la distancia entre bordes es menor a diez milímetros, se comprometió sólo el plano cutáneo y no presenta contaminación importante, podría ser suturada en un plano, a puntos separados con sutura no absorbible. ¿Nylon 6/0?, pregunta la enfermera. Se olvidan de mí. No, no hay necesidad, no son planos profundos, mejor usamos sutura no absorbible continua intradérmica. ¿Entonces, Nylon 3/0 o 4/0 o simplemente adhesivos cutáneos? No exageres, hay que suturar. Estoy muy triste. Mira, primero, el plano cutáneo es muy fino y se encuentra íntimamente relacionado con el músculo orbicular, por lo que debe suturarse en un sólo plano que incluya solamente piel. ¿Podré ocultar la cicatriz con maquillaje? Vamos lento, con cuidado. Hay que evitar deformidades por retracciones debidas a compromiso isquémico del músculo por sutura.
No entiendo nada. Sólo lo de deformidades. Dejo de escucharlas. Me pregunto dónde habrán quedado mi libro de inglés y la mochila. Entre los gritos de la gente del trolebús y tanta sangre, no me fijé qué pasó con mis cosas. Todo se me confunde, no sé qué sucedió primero. Hay espacios vacíos en la mente. Huecos. Hoyos. ¿Será muy grande el hoyo que me quedó en la cara? No era un agujero, más bien era un ojal. No sé. Las imágenes se enciman unas sobre otras. Lo único que recuerdo con precisión son las gotas de sangre en la blusa tan blanca de la señora que estaba junto a mí. Caras alarmadas, confusión, se fue para allá, dedos que apuntaban en mi dirección y lo que creí que eran gotas de sudor eran hilos de sangre que escurrían de la mejilla. Al mirarme en el reflejo del vidrio de la ventana, me di cuenta: tenía una rajadura que se abría desde el pómulo hasta la barbilla del que brotaba sangre. Grité. El chofer del trolebús se paró y los demás pasajeros también gritaron. Un hombre sacó una pistola y disparó tres veces. El chico de la playera negra con la cara de Darth Vader cayó muerto en la banqueta.
¿Te duele?, me vuelve a preguntar la doctora. No, nada. Mi voz se deshace como hilachos. Casi no se oye. Parece que estoy llorando. Sí, ya sé, tranquilita, ya vamos a acabar. La señora que está allá afuera, ¿es tu mamá? ¿Mi mamá? No, no es mi mamá. Avísenle a mi mamá. Le dicto el teléfono de la casa y alguien sale del quirófano. ¿Quién es la mujer que te acompañó, la que está en la sala de espera? No sé. En serio, no lo sé, ¿quién será?, ¿será la mujer de la blusa manchada? Bueno, no te apures, ahorita averiguamos. Trata de dormirte, así se te hace más cortito el procedimiento.
La verdad es que no lo sé. No sé nada de ella, ni su nombre, ni nada. Viajábamos juntas en el trolebús. Creo que ella ya estaba ahí cuando me subí a la altura de Xola. No estoy segura. Iba distraída. Llevaba el tiempo justo para llegar al examen de la clase de inglés. Repasaba los apuntes. Ellos se subieron en Eugenia, tal vez antes. Eran tres. Iban vestidos de negro. Se pararon entre nosotras. La rodearon. El de la camiseta de Darth Vader sacó una cuchilla desechable, de esas que se usan de repuesto en las maquinillas de afeitar. Esas que se utilizaban antes de los rastrillos de plástico. Vi cuando la escondió entre los dedos índice y cordial de la mano derecha. Se acercó a la señora de blusa blanca y empezó a rasgarle el bolso.
Intenté mirar para otro lado, no pude. Me aclaré la garganta y logré el cometido. La señora volvió el rostro hacia mí. Elevé las cejas y señalé su bolsa. Cuidado, susurré. La señora sonrió, caminó por el pasillo y se sentó frente a la puerta de salida. Gracias, gesticuló. Me hizo señas para que me sentara a su lado. Empujé con suavidad al de la camiseta de Darth Vader apresuré los pasos y ocupé el asiento. El tráfico estaba imposible. El trolebús apenas avanzaba. Miré el reloj. Llegaría tarde al examen. Suspiré. Gracias. De nada, le dije.
—Oye— miré en dirección de la voz. El de la camiseta de Darth Vader estaba frente a mí—, gracias, ¿eh? Adiós, chismosita.
Me sostuvo la barbilla con una mano y me pasó la otra por la mejilla izquierda, como si me estuviera acariciando. La navaja entre el dedo índice y cordial se deslizó con suavidad sobre la piel y la cortó sin que hubiera dolor. El grito de la señora fue desgarrador. Las gotas de sangre le mancharon la blusa tan blanca. El chico pateó la puerta del trolebús. Saltó a la calle. Fue él, fue él. El reflejo en el vidrio de la ventana. Mi cara. Dos detonaciones. Dos charcos de sangre: uno en el asfalto de la calle; otro en el piso junto a mis pies. El hombre de la pistola se bajó, volvió a detonar el arma. Se perdió entre las calles de la colonia Narvarte. Los compañeros del muerto desaparecieron. No tengo idea de cuánto tiempo tardó en llegar la ambulancia que me trajo al hospital. No sé quién ni cómo me subieron. Tampoco me enteré quién me acompañó hasta acá. ¿Ya le habrán avisado a mi mamá?
Hay espacios vacíos en la mente. No sé si alguien recogió mi libro de inglés ni qué pasó con la mochila. No recuerdo bien su rostro. La voz es clara en la memoria. Me arrancó una tira de piel. El lamento se ahoga. La garganta está muda. Callada, entro en un hueco oscuro. Me marcaste la cara y no recuerdo la tuya. Queda ese timbre: Adiós, chismocita. Retiembla la piel. En serio, no te muevas. Tranquila. Ya vamos a acabar. Entre las costuras de la memoria, no hay forma de que alguien me pueda convencer que no hay cicatriz que no encierre belleza. Adiós, ya me dejaste marcada.