(55) 55750476 contacto@porescrito.org

DE ANDREA FISCHER

Dafne se hizo laurel.

I

El mar se ve dorado. Lo encierran los brazos montañosos de la

bahía. Le dan forma de ojo. Ella está viendo todo desde arriba,

asomada desde la alberca infinita de la casa en el peñasco más

alto. Le da vueltas al óculo marino con la mirada. Una, dos,

tres, cuatro, muchas. No lleva la cuenta. El sol no se inmuta:

está ensimismado en su propio trance. Un Apolo silencioso que

pierde fuerza lentamente. Se derrite en el mar ocular, contenido,

y le transfiere su esencia vigorosa como si de leche derramada

se tratara. Ella lo mira todo, con los ojos dándole vueltas en la

cabeza.

II

Los pájaros ya dejaron de volar hace mucho. Ellos saben cuándo

la tarde se ha dispersado ya. Ellos saben. Ellos saben. Lo sienten

en el correr de la brisa cálida contra las fibras más delgadas de

sus alas. Alas de sal. Alas de oleaje. Alas de bahía que les devuelve

su reflejo. Pero ellos no pueden mover los ojos. Los tienen bien

pegados al cráneo, inmóviles. Pareciera que miran en una única

dirección, que no se fijasen en nada más. Ella lo mira todo, semidesnuda

y en silencio, desde el peñasco más alto, sumergida en

una alberca contagiada de la esencia disminuida de un Apolo

que calla.

III

Mujer bahía. Mujer derretida entre los brazos incandescentes de

un Apolo envejecido. Mujer que sigue con la mirada una ronda

que no termina. Mujer vaporosa. Mujer de doble contacto: es el

roce abrasador del sol moribundo contra el claustro estático del

agua fría. Mujer convaleciente. Mujer de dos ojos: uno cerrado

y otro que continúa dándole la vuelta al perímetro del óculo

marino. Panteón. Panteón de agua. Panteón del dios moribundo.

Panteón en donde el sol se entierra. Panteón de alas de agua.

Panteón que mira. Panteón dorado. Panteón que refleja la silueta

desfigurada de la mujer alada. Mujer bahía.

IV

El sol se ha deshecho ya, como una pastilla en un vaso de agua.

El ojo de la bahía se cerró con el párpado pesado de la noche

oscura. Ya no hay ojo que rondar. En la alberca del peñasco más

alto, no se ve más un vigía dorado. No hay rastro de los pájaros

huidos. No hay nubes. No hay luz que queme. Queda únicamente

un vapor somnoliento, como el que se desprende de un chorro de

agua caliente. Una presencia opalescente que se mece entre las

corrientes discretas de la oscuridad. Un vaho de luna que poco a

poco se desvanece, desaparece, descansa, se libera. Decantación.