DE ANDREA FISCHER
Dafne se hizo laurel.
I
El mar se ve dorado. Lo encierran los brazos montañosos de la
bahía. Le dan forma de ojo. Ella está viendo todo desde arriba,
asomada desde la alberca infinita de la casa en el peñasco más
alto. Le da vueltas al óculo marino con la mirada. Una, dos,
tres, cuatro, muchas. No lleva la cuenta. El sol no se inmuta:
está ensimismado en su propio trance. Un Apolo silencioso que
pierde fuerza lentamente. Se derrite en el mar ocular, contenido,
y le transfiere su esencia vigorosa como si de leche derramada
se tratara. Ella lo mira todo, con los ojos dándole vueltas en la
cabeza.
II
Los pájaros ya dejaron de volar hace mucho. Ellos saben cuándo
la tarde se ha dispersado ya. Ellos saben. Ellos saben. Lo sienten
en el correr de la brisa cálida contra las fibras más delgadas de
sus alas. Alas de sal. Alas de oleaje. Alas de bahía que les devuelve
su reflejo. Pero ellos no pueden mover los ojos. Los tienen bien
pegados al cráneo, inmóviles. Pareciera que miran en una única
dirección, que no se fijasen en nada más. Ella lo mira todo, semidesnuda
y en silencio, desde el peñasco más alto, sumergida en
una alberca contagiada de la esencia disminuida de un Apolo
que calla.
III
Mujer bahía. Mujer derretida entre los brazos incandescentes de
un Apolo envejecido. Mujer que sigue con la mirada una ronda
que no termina. Mujer vaporosa. Mujer de doble contacto: es el
roce abrasador del sol moribundo contra el claustro estático del
agua fría. Mujer convaleciente. Mujer de dos ojos: uno cerrado
y otro que continúa dándole la vuelta al perímetro del óculo
marino. Panteón. Panteón de agua. Panteón del dios moribundo.
Panteón en donde el sol se entierra. Panteón de alas de agua.
Panteón que mira. Panteón dorado. Panteón que refleja la silueta
desfigurada de la mujer alada. Mujer bahía.
IV
El sol se ha deshecho ya, como una pastilla en un vaso de agua.
El ojo de la bahía se cerró con el párpado pesado de la noche
oscura. Ya no hay ojo que rondar. En la alberca del peñasco más
alto, no se ve más un vigía dorado. No hay rastro de los pájaros
huidos. No hay nubes. No hay luz que queme. Queda únicamente
un vapor somnoliento, como el que se desprende de un chorro de
agua caliente. Una presencia opalescente que se mece entre las
corrientes discretas de la oscuridad. Un vaho de luna que poco a
poco se desvanece, desaparece, descansa, se libera. Decantación.