de Juan Carlos Padilla Monroy
Sus manos temblaban, la adrenalina en su sangre fluía con
rapidez, pero el temor lo inmovilizaba; de espaldas contra uno
de los muros del laberinto, el ambiente sepulcrante amordazaba la
oscuridad absoluta; sentía que su alrededor lo miraba con recelo,
el silencio de los pasos infinitos lo acosaba, el murmullo de aquellos
pasos que asechaban, se acercaban lentamente a su derecha.
Cuando tomó la decisión de asomarse por el corredor,
el ruido cesó. No había nadie… nuevos pasos se acercaron a su
izquierda, se apresuró a interceptar las sombras, pero ocurrió lo
que hacía un momento.
La duda consumía sus pensamientos; ¿de quién serían
los pasos que escuchaba? ¿serían los mismos siempre o alguien
querría engañarlo? Pero, ¿quién? O, ¿quizá se engañaba a sí
mismo? De lo que estaba convencido era que había algún otro ser
dentro del laberinto. Los pasos reaparecieron y sin pensarlo, corrió
tras ellos para encontrarlos. El tigre había cambiado de habitación
y la muerte lo esperaba; ¿cómo podía saber que no era él quien se
engañaba y creía en un tigre al que nunca había visto?
Perseguía ciegamente los ecos subconscientes de su alma.
Exhausto, recargó la espalda contra otro muro, cerró los ojos y
despejó su mente; era inútil, los pasos seguían atormentándolo,
se levantó de nuevo y recorrió los vacíos pasillos que ocultaban el
inevitable fin.
Recordó entonces al minotauro que perseguía a sus
víctimas hasta devorarlas y creyó ser uno de esos desgraciados
condenados a morir, y pensó luego en Teseo , el liberador de
las almas a quienes la espesa niebla cegaba la verdad oculta.
Enfrentaría a la bestia con sus propias manos y deseó ser el héroe,
hasta que la imagen de Ariadna llegó a su mente como el suspiro
arrebatado de la gloria de quien lucha contra su voluntad y se
culpó por no saber qué hacer. De pronto, el resplandor débil de
una luz lejana lo llamó a su encuentro, y como un loco arrebatado
por la ira fue al conflicto de lo único que en su amor era distinto;
cuando la pálida luz cubrió su rostro, una figura saltó sobre él y eso
fue lo último que el desdichado vio…
El suicidio se había consumado.
- Julio Cortázar, Bestiario
- Jorge Luis Borges, La casa de Asterión