de Virginia Meade
Quiero llegar a casa para besar a mi esposa y abrazar a los
niños… Salgo de la estación del metro que está cerca; ellos
siempre me esperan para merendar; platicamos cómo nos fue
en la escuela y la oficina. Hoy, más que otras veces, extraño
los sonidos que hasta hace poco escuchaba en el trayecto: el
chisporroteo de las quesadillas al deslizarse en el aceite de
maíz hirviendo, el olor a masa inundando mi nariz. Me falta
la complicidad de otra persona con quien compartir la plática
mientras espero el envoltorio de estraza: Güerito, güerito de qué
va a llevar. Ya no existe el puesto callejero de tamales y atole de
canela, porque a don Felipe lo atropelló un automóvil que se
pasó el alto. El tipo se estampó en el poste que alumbraba los
botes de ricuras envueltas en hojas de maíz. Hace mucho tiempo
que el silbato gritón del carrito de camotes y plátanos bañados en
leche no endulzan mis oídos.
Esta noche me acompañan el ruido monótono del
paso de automóviles y motos; los cambios de luces de los
semáforos, los espectaculares y los carteles en las paradas de los
camiones. Consumismo salvaje. No logro escuchar mis pasos
sobre el pavimento ni el de las personas con las que me cruzo,
que caminan agachados mirando el piso, como autómatas. La
irrealidad, como de película oriental, me agrede, igual que las
nuevas disposiciones del gobierno: también nos quitaran al
ropavejero; nos obligan a renunciar a nuestros sonidos. Puede
ser que tengan la razón, que a algunos les ofenda la vista, que les
parezca un chiquero, una estridencia, pero su ausencia deja a la
ciudad muda.
Estoy muy cerca de mi destino, los saludos de los vecinos
son un breve movimiento de manos. El policía que resguarda
la entrada de la calle levanta la pluma y regresa la mirada a la
pantalla del celular.