de Ramón Moreno Rodríguez
Hace poco tiempo apareció en las librerías una curiosa obra.
Es un pequeño tomo de cuentos: La mano de Onán. Entre los
primeros hay algunos brevísimos, de sólo una línea (el último) y
los más son de una o dos páginas. La mayoría de estos no cuentan
una historia, acaso son una escena o una historia fragmentada de
la que sólo somos informados de una parte, la medular (“Razón
de peso”). Con frecuencia a este tipo de textos se les llama
“relatos”, en oposición a “cuentos” porque estos segundos (más
extensos) sí suelen contar una historia con sus detalles, es decir,
hay una presentación un desarrollo, un clímax y un desenlace.
Tal es el caso de “La máscara más cara” que tiene 27 páginas de
extensión, el más largo de todos. En última instancia, me parece
una diferenciación un tanto innecesaria (distinguir entre relatos y
cuentos). Para mí, son textos en prosa literaria que cuentan algo.
Que sea de manera sucinta o pormenorizada, creo que importa
menos.
Es librito es originalísimo por varias causas, y la primera
se debe a su escabroso tema: el elogio de la masturbación, si se
me permite decirlo así de entrada. Pero también se destaca este
librito por su pulida y a la vez sediciosa prosa; amén de la gala
que hace del uso de la alusión, la concisión, el guiño al lector, la
prosa bien ceñida, hasta llegar al extremo contrario: lo irritante,
lo vulgar. Así suelen ser las provocaciones.
En lo primero que pienso mientras escribo estas líneas
es en aquella gran provocación de Ramón Gómez de la Serna
(humorista con el que Enrique Héctor tiene no pocos contactos)
llamada Senos. No está mal hacer objeto literario a ese objeto
sexual. Luego me digo que hay otro libro que es también un
artefacto literario arrojadizo y que sigue esa línea: Coños, de
Juan Manuel de Prada. Ese oscuro objeto del deseo del vizcaíno
devino cuentos. Cuentos mexicanos entre salaces y humorísticos
que, en lugar de hacer el elogio de los senos y los coños, canta la
epopeya del solitario ejercicio de entretener la entrepierna.
Son varios los paralelismos entre estos tres libros y sólo
diré que los une el oficio de hábiles prosistas de que hacen gala
sus autores, la brevedad de los textos, el humor y cierta lubricidad
que en el mexicano se ejerce sin contención. Muchas otras cosas
veo en común, pero no seguiré por ese camino porque terminaré
por hacer un ejercicio de comparación literaria, que no estaría
mal encaminado, pero que me aleja de los propósitos de estas
líneas.
En formato de libro de bolsillo, este tomo reúne 19
textos en 161 páginas y una cuidadosa y afinada edición. Diez
son relatos breves (el último es una línea) y nueve, cuentos
medianamente extensos. Sólo el último de éstos (“La máscara
más cara”) tiene una extensión mayor (veintisiete páginas) y es,
a mi juicio, el mejor de todos. Quizá por eso se nos reservó para
cerrar con broche de oro.
Sin duda, el título y el epígrafe centran bien la intención
del contenido. Pero he de decir que estos cuentos y relatos no
hacen una definición del placer solitario (como sí caminan en
la dirección de sus respectivos títulos, muchas de las greguerías
de Gómez de la Serna y casi todos los relatos de Prada). Más
aún, no en todos los textos el motivo son las prácticas onanistas
de los personajes protagónicos o secundarios, sino otros asuntos
paralelos y concomitantes a estos placeres: la eyaculación, el
semen, la seducción (normalmente fallida) de las compañeras del
trabajo, la torpeza de los tímidos conquistadores, etc. Si he de
resumir en una o dos líneas el tema del libro y esas palabras deben
proceder de éste, citaría al diácono que protagoniza el relato “Un
día con O”: “Me dormí, Dios es mi testigo, a medio camino de una paja promisoria, angustiado, un poco ebrio todavía.”
En efecto, los personajes con frecuencia utilizan la
autosatisfacción como fuga (¡qué gran descubrimiento, dirá
algún agudo lector!), como lucha contra el insomnio, como
consuelo ante la adversidad y es este aspecto lo que marca una
diferencia fundamental entre los dos libros españoles que hemos
mencionado y este mexicano. Sin duda el humor, el ingenio, la
agudeza observadora, el albur, crean una atmósfera a medio
camino entre Woody Allen y Rabelais; no obstante, cuando
termina el lector los textos (casi todos, pero no todos) le queda la
amarga sensación del llamado tedio vitae. Aquel famoso esplín
que supuestamente caracteriza la personalidad crepuscular de los
mexicanos. Sea verdad o un estereotipo de nuestra identidad, es
la diferencia entre este libro y los otros dos; es, sin duda, la marca
de la casa. Ahí está el caso del niño angustiado (“el aire de esas
noches espesas en que sabes que vas a dormir con una piedra
en el estómago”) que acaba de descubrir la hirsuta pelambrera
de las mujeres adultas cuando espía a una vecina sentada en el
retrete (“Casa temida”).
Una cosa más, y con esto concluyo. Es muy destacable el
oficio literario de Enrique H. González. Su prosa es preciosista,
minuciosa, perfeccionista. El dominio de la lengua, el parafraseo
de los grandes autores, los efectos retóricos, los juegos de palabras
chispeantes resaltan mucho. El lenguaje barroco y lo denso
del tema crea un efecto contrastante propio de un poderoso
aguafuerte. Me es imposible citar en estas pocas líneas tantas
frases felices y chispeantes calambures, pero piense el lector en el
palindroma del título general del libro o los títulos de los cuentos
antes aludidos.
La mano de Onán, Enrique Héctor González, México, Revarena, 2016, 161 pp.