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El Necronomicon

de Beatriz González Rubín

 

Hoy, en el lugar donde me encuentro, siento la imperiosa

necesidad de narrar mi historia; en parte para desahogar

mi alma atormentada, pero principalmente para prevenir a

aquellas personas que, como yo lo he hecho, se mofan de los

mitos e historias inexplicables y se consideran escépticos.

Todo comenzó cuando cayó en mis manos el libro Los Mitos

de Cthulhu, una antología de relatos de H. P. Lovecraft y otros

escritores fanáticos de lo mítico y lo oculto. Lovecraft es uno de

los maestros del terror moderno: describió las sensaciones más

espantosas a las que se puede enfrentar un ser humano.

En muchas de sus narraciones habla de un libro: El

Necronomicon, inventado por él para efecto de sus relatos; esto es

lo que cree todo mundo, pero la realidad, Dios no quisiera que

fuera de esta manera, es otra.

Al leer Los Mitos de Cthulhu, me interesé en el esoterismo:

mi intención era desenmascarar a todos aquellos charlatanes

que hablan de demonios y seres horripilantes que reinan en un

mundo más allá de lo que el ser humano es capaz de percibir.

Una noche, al regresar a mi departamento, el portero me entregó

un paquete envuelto en papel de estraza. Era sumamente pesado

y voluminoso. No me dio razón del portador del mismo, pues

según me dijo, lo recibió su hijo. El pequeño tampoco pudo

decirme más, solamente explicó que el hombre que lo dejó,

vestía de negro y le pidió hacerlo llegar a mis manos.

Sorprendido, subí a mi apartamento. Una extraña Lentamente fue apareciendo ante mí un inmenso libro, antiguo

y mohoso, encuadernado en pesadas cubiertas de piel con cierres

herrumbrosos. En el lomo se apreciaban cinco nervios, en el

centro tenía un grabado de dos víboras entrelazadas.

Un miedo inexplicable se apoderó de mí. No sabía qué

clase de libro era aquél, nunca había tenido entre mis manos algo

semejante.

Con mucho trabajo pude abrir los cierres de hierro; las

hojas eran de pergamino, amarillentas por el paso del tiempo. Al

pasar a la segunda página, la sangre se me heló, ante mí aparecía

en letras góticas el título del libro:

El Necronomicon (Al Azif)

de Abdul Alhazred.

y por debajo de este patético nombre en letras más pequeñas:

Traducción del griego por

Olaus Wormius

Toledo 1647

Como hipnotizado comencé a leer el macabro ejemplar.

Me sentía atrapado: no sé cuánto tiempo pasó, no sé cuántos

horrores me fueron revelados, situaciones monstruosas que me

encogieron el corazón. Desfallecido por las emociones vividas caí

en un inquietante sueño en el cual seres grotescos danzaban a mí

alrededor presagiando mi triste desenlace.

Cuando desperté, el libro había desaparecido, lo busqué

como un loco hasta darme por vencido.

La única salida que tenía era alertar al mundo de los

horrores que lo acechan, nadie me creyó, me encerraron en

el lugar donde me encuentro, con paredes acolchadas y los

demonios velando mi sueño.

Mientras tanto afuera…

 

EL DESTIERRO

DE RODRIGO VELAZQUEZ SOLORZANO

Le sangró la nariz por la mañana. Cansado y deprimido, Carlos

no podía recordar el lugar donde guardó su rosario y comenzaba

a temer que su hijo lo hubiese tirado. Estaban solos ese lunes, así que

Carlos prefería dejar dormir a Demetrio antes que tener que llevarlo

a la escuela.

ANSIEDAD

DE RODRIGO VELAZQUEZ SOLORZANO

Mexico D.F.                                                                  22/3/2017

Cuando me platicas de sus enormes senos morenos comienza

a escurrirse entre mis piernas un líquido viscoso y

transparente. Te amé porque me llevaste al hotel donde tantas

veces te desfogaste en su cara. Recuerdo que ese día bajo la

regadera tuve que pararme en la punta de mis pies para que me

penetres por atrás, ¿cómo no ser tu puta? Quiero usar la lencería

que se ponga para tu cumpleaños, ojalá sea roja. Yo te voy a

escribir una carta, amor mío, te espero el sábado.

MANUAL DE LECTURA PARA La mano de Onán, de Enrique Héctor González

de Ramón Moreno Rodríguez

 

Hace poco tiempo apareció en las librerías una curiosa obra.

Es un pequeño tomo de cuentos: La mano de Onán. Entre los

primeros hay algunos brevísimos, de sólo una línea (el último) y

los más son de una o dos páginas. La mayoría de estos no cuentan

una historia, acaso son una escena o una historia fragmentada de

la que sólo somos informados de una parte, la medular (“Razón

de peso”). Con frecuencia a este tipo de textos se les llama

“relatos”, en oposición a “cuentos” porque estos segundos (más

extensos) sí suelen contar una historia con sus detalles, es decir,

hay una presentación un desarrollo, un clímax y un desenlace.

Tal es el caso de “La máscara más cara” que tiene 27 páginas de

extensión, el más largo de todos. En última instancia, me parece

una diferenciación un tanto innecesaria (distinguir entre relatos y

cuentos). Para mí, son textos en prosa literaria que cuentan algo.

Que sea de manera sucinta o pormenorizada, creo que importa

menos.

Es librito es originalísimo por varias causas, y la primera

se debe a su escabroso tema: el elogio de la masturbación, si se

me permite decirlo así de entrada. Pero también se destaca este

librito por su pulida y a la vez sediciosa prosa; amén de la gala

que hace del uso de la alusión, la concisión, el guiño al lector, la

prosa bien ceñida, hasta llegar al extremo contrario: lo irritante,

lo vulgar. Así suelen ser las provocaciones.

En lo primero que pienso mientras escribo estas líneas

es en aquella gran provocación de Ramón Gómez de la Serna

(humorista con el que Enrique Héctor tiene no pocos contactos)

llamada Senos. No está mal hacer objeto literario a ese objeto

sexual. Luego me digo que hay otro libro que es también un

 

artefacto literario arrojadizo y que sigue esa línea: Coños, de

Juan Manuel de Prada. Ese oscuro objeto del deseo del vizcaíno

devino cuentos. Cuentos mexicanos entre salaces y humorísticos

que, en lugar de hacer el elogio de los senos y los coños, canta la

epopeya del solitario ejercicio de entretener la entrepierna.

Son varios los paralelismos entre estos tres libros y sólo

diré que los une el oficio de hábiles prosistas de que hacen gala

sus autores, la brevedad de los textos, el humor y cierta lubricidad

que en el mexicano se ejerce sin contención. Muchas otras cosas

veo en común, pero no seguiré por ese camino porque terminaré

por hacer un ejercicio de comparación literaria, que no estaría

mal encaminado, pero que me aleja de los propósitos de estas

líneas.

En formato de libro de bolsillo, este tomo reúne 19

textos en 161 páginas y una cuidadosa y afinada edición. Diez

son relatos breves (el último es una línea) y nueve, cuentos

medianamente extensos. Sólo el último de éstos (“La máscara

más cara”) tiene una extensión mayor (veintisiete páginas) y es,

a mi juicio, el mejor de todos. Quizá por eso se nos reservó para

cerrar con broche de oro.

Sin duda, el título y el epígrafe centran bien la intención

del contenido. Pero he de decir que estos cuentos y relatos no

hacen una definición del placer solitario (como sí caminan en

la dirección de sus respectivos títulos, muchas de las greguerías

de Gómez de la Serna y casi todos los relatos de Prada). Más

aún, no en todos los textos el motivo son las prácticas onanistas

de los personajes protagónicos o secundarios, sino otros asuntos

paralelos y concomitantes a estos placeres: la eyaculación, el

semen, la seducción (normalmente fallida) de las compañeras del

trabajo, la torpeza de los tímidos conquistadores, etc. Si he de

resumir en una o dos líneas el tema del libro y esas palabras deben

proceder de éste, citaría al diácono que protagoniza el relato “Un

día con O”: “Me dormí, Dios es mi testigo, a medio camino de una paja promisoria, angustiado, un poco ebrio todavía.”

En efecto, los personajes con frecuencia utilizan la

autosatisfacción como fuga (¡qué gran descubrimiento, dirá

algún agudo lector!), como lucha contra el insomnio, como

consuelo ante la adversidad y es este aspecto lo que marca una

diferencia fundamental entre los dos libros españoles que hemos

mencionado y este mexicano. Sin duda el humor, el ingenio, la

agudeza observadora, el albur, crean una atmósfera a medio

camino entre Woody Allen y Rabelais; no obstante, cuando

termina el lector los textos (casi todos, pero no todos) le queda la

amarga sensación del llamado tedio vitae. Aquel famoso esplín

que supuestamente caracteriza la personalidad crepuscular de los

mexicanos. Sea verdad o un estereotipo de nuestra identidad, es

la diferencia entre este libro y los otros dos; es, sin duda, la marca

de la casa. Ahí está el caso del niño angustiado (“el aire de esas

noches espesas en que sabes que vas a dormir con una piedra

en el estómago”) que acaba de descubrir la hirsuta pelambrera

de las mujeres adultas cuando espía a una vecina sentada en el

retrete (“Casa temida”).

Una cosa más, y con esto concluyo. Es muy destacable el

oficio literario de Enrique H. González. Su prosa es preciosista,

minuciosa, perfeccionista. El dominio de la lengua, el parafraseo

de los grandes autores, los efectos retóricos, los juegos de palabras

chispeantes resaltan mucho. El lenguaje barroco y lo denso

del tema crea un efecto contrastante propio de un poderoso

aguafuerte. Me es imposible citar en estas pocas líneas tantas

frases felices y chispeantes calambures, pero piense el lector en el

palindroma del título general del libro o los títulos de los cuentos

antes aludidos.

 

La mano de Onán, Enrique Héctor González, México, Revarena, 2016, 161 pp.

UN CUENTO

DE EVE GIL

Hay muchas maneras de violar. Tantas, como violadores.

Ahora mismo, mientras escribo esto, estarán siendo

violadas miles de mujeres y niñas sin que nadie haga nada por

evitarlo. Y esas violaciones afectarán profundamente la psique de

las víctimas, que revivirán una y otra vez ese momento que ni la

más sofisticada terapia gestalt conseguirá borrar: una violación

es el tatuaje más definitivo. Más bien: una marca al rojo. Una

mujer violada está condenada a continuar siéndolo, no solo en

su recuerdo sino en otras variantes. Te viola quien justifica a tu

agresor. Te viola quien te responsabiliza porque “ya eras adulta”

(o una morra apendejada, da lo mismo). Te viola quien insinúa

que tus actitudes pudieron interpretarse como una invitación a

ser violada. Te viola quien te trata como sujeto potencialmente

“violable”. Te viola quien promete guardarte el secreto de que

fuiste violada. Te viola quien, sabiéndolo, continúa socializando

con el violador. Te viola quien te regaña por no haber evitado

que sucediera. Te viola quien no te apoya cuando se lo cuentas.

Te viola quien pretende hacerte desaparecer para que no causes

problemas en el ámbito donde tuvo lugar la violación. Te viola

quien te llama “loca” porque manifiestas públicamente tu justa

ira. Te viola quien pretende forzarte a hablar de ello si no estás

preparada. Te viola quien califica de “hazaña” lo que te hizo el

violador. Te viola quien rotula en tu frente la palabra PUTA.

Te viola la ley cuando te fuerza a pasar por un ritual humillante

si te atreves a denunciar al primero de la interminable cadena

canibalesca.

A veces, la propia víctima se viola a sí misma cuando

considera que tuvo parte de la culpa; cuando acepta las disculpas

del violador, a pesar de que no existe disculpa para un acto de esa naturaleza; cuando por miedo o por culpa finge que no ha

pasado nada, o que no ha sido “propiamente” una violación…es

decir: cuando inicialmente ella consintió la relación pero después

se arrepintió porque no le agradó como el tipo le tocaba, o las

cosas que le decía, y cuando pretendió zafarse “ya era demasiado

tarde”. ¿Qué mujer en su sano juicio concede que acompañó

voluntariamente a su “violador”, porque nunca imaginó que

ese hombre tan amable y tan sabio era un agresor, un misógino

habituado a tratar como cosas a las mujeres? “Tú te lo buscaste,

no te quejes ahora”, será la obvia reacción, y será unisex. Sin

importar que una revisión ginecológica determine que tus

genitales presentan irritación y desgarraduras impropias de una

relación consentida…y que de paso, eras virgen y tu único error

fue hacer la peor elección para iniciar tu vida sexual. El caso es

que fuiste detrás de él…te montaste en su auto, hubo arrumacos

y te excitaste demasiado…lo que ocurrió después (las palabras

soeces, el desgarramiento de ropas, el amordazamiento para

que no gritaras, la retención contra tu voluntad, la penetración

forzada) no cuenta porque tú provocaste al pobre hombre,

que como buen hombre es un animal al que nadie le enseñó a

contener sus “necesidades”, como sí te enseñaron a ti. A ninguna

mujer decente la violan en un cuarto de hotel, no la chingues. Y

es cuando adviertes que, sin importar lo que diga tu médica, la

culpa será única y exclusivamente tuya, por puta, por andar de

resbalosa. Empiezas a dudar de ti misma, máxime si tu experiencia

sexual se reduce a esa pesadilla e ignoras que ningún hombre tiene

derecho a lastimarte, porque durante tu vida has visto a tantos

hombres lastimar a tantas mujeres, hasta en tu propia familia.

Es posible que las relaciones sexuales sean así, te dices, en un

último esfuerzo por auto engañarte. Lo más probable es que tú

misma solapes a tu violador y te dejes engullir por el silencio más

atroz, que es el de la culpa…pero si el acto tiene consecuencias y prácticamente toda la culpa es tuya, y el pobre hombre no

tiene por qué cargar una responsabilidad que no le compete –a

pesar de no haberse tomado la elemental molestia de ponerse

un condón, para que su vileza no cobrara otra víctima, aparte

de la que ya tenía a su merced -¿cómo le haces para exigirle?

Él se defenderá como tigre: dirá que así como te fuiste con él al

hotel, pudiste haber ido con muchos más; que definitivamente

ese hijo no puede ser suyo porque solo lo hicieron una vez, y

negará al producto de su crimen y de su sangre mil veces más

de las que San Pedro negó a Jesucristo…y si por entonces las

pruebas de ADN no eran asequibles, y encima de todo las tenía

que pagar la demandante… ¿Ves lo que te pasa por no guardar

el decoro? Ahora serás una madre soltera…claro, a menos que

te tomes un tecito que te voy a recomendar… estás sola: tú y tu

problema, porque es tu problema, y de nadie más…el hombre al

que voluntariamente acompañaste y luego quisiste dejar caliente

y sin dinero, porque el efectivo lo derrochó en una suite…a ése

ni lo toques: es casi sagrado porque es hombre con necesidades

irreprimibles y sagradas también. Toda la culpa es tuya. Hasta las

leyes a las que pretendiste recurrir te lo gritaron en tu cara: todo

corre por tu cuenta; eres tú quien debe demostrar esta nueva

violación, aunque la lógica dicta que los gastos debieran correr

por cuenta del que pretende demostrar su inocencia.

A esto súmale que el tipo representa una imagen de autoridad

y de poder, y que tú eres una subordinada, es decir, una doña

Nadie. Ya no es simplemente el hecho de que él sea hombre y

que por ser hombre tenga “necesidades especiales” y tú una

mujer que no tendría por qué tenerlas también, si fueras decente

y honorable: es la superioridad profesional y ética que a él le

confieren todos esos títulos que a ti te falta mucho para obtener,

y quizá no obtengas nunca porque decidiste traer al mundo a su

hija. Acéptalo: estás perdida. Te has violado tú misma porque el violador no carga estigma alguno.

Él sigue alegremente su vida, depredando para satisfacer sus necesidades. Total: a los

hombres les resulta increíblemente fácil diluir sus pequeñas

manchas. Se hacen retratar en tiernas escenas familiares…en

dulces momentos de romance con otra mujer a la que prodiga

la respetabilidad que a ti te robó…en medio de manifestaciones

políticas, poniendo su mejor cara de indignado para que vean lo

mucho que le preocupan los niños asesinados y hambrientos, y

por ningún motivo vayan a creer que sería capaz de abandonar

a una de su sangre. Tú, en cambio, a menos que te esfuerces el

triple, el cuartuple por alcanzar un cierto estatus que adecente

tu reputación, siempre serás la multitudinariamente violada

joven que acompañó a su verdugo hasta un matadero de lujo,

con música de Bryan Adams. ¿A poco no es padrísimo que te

desvirguen a huevo mientras escuchas “(Everything I Do) I Do

It For you”?

¿A poco no, dulce perrita, bonita, blanquita,

calientabóliers, pendeja, burguesita de mierda, putita, no me vas

a dejar así, a poco no te gusta, mámamela, no te hagas la que

no sabes, soy más limpio de lo que crees / You know its true/

Everything I do/ I do it for you?