(55) 55750476 contacto@porescrito.org

Las enseñanzas de la pintura figurativa de un poeta irlandés

por Ernesto Reyes

Nadie tiene más de tres o cuatro

golpes de pincel por rostro

nadie

 

Ni siquiera quien

se ha esforzado por

hablar con muecas como

el ser más torbo,

abandonar de una vez

la letra

su semántica de

sombras

 

Recorridos todos los estudios de fotografía

donde todavía hay retratos

pintados con la luz de un corto instante

óvalos rugosos rectángulos risibles

alcanzados por la mancha segadora de Atenea

 

donde ahora viven algunos pares de ojos

unas narices

por encima de un atisbo de

sonrisa

resplandeciente bajo una capa

casi imperceptible de

efímero barniz:

 

Nada más que la plata que sacrifica

⎯más por fuerza que por gusto⎯

su brillo eterno y mineral

a cambio de revelar otro

más opaco y a todas luces animal:

 

la faz del ser

que solo ha de aspirar

a vivir en semejanza

de un padre semi eterno

 

cuyo rostro no verá.

 

Por desidia el autor ha decidido dejar este poema sin nombre, por Alejandro H. Monarres

Ahora escucho el llanto de dos amantes:

Enséñame la calma,
no me condenes a mi sombra,
aléjame de mí,
del aliento de mi espíritu corrupto.
Tú, quien ahora vibras en los poemas,
en las saetas ardientes heridas por una voz,
en cada letra de un verso bello.

Encuentra su respuesta:

Poeta, que tanto quieres encontrar

ungido con ese nombre,
¿verdaderamente crees que un verso
podría mover una sola piedra,
dominar las superficies?
Si las ondas de tu voz

son tus penas,

mago de la tormenta,
quédate lejos de mí,
aleja tu llanto de mi pecho
que sigo virgen de arena.

¿De qué habla la madre de un suicida cuando habla de amor?, por Alejandro H. Monarres

Si encontrarte en un sitio

escoger yo podría sería

en una fosa,

la calle, sombría y caliente.

Y quisiera verte siempre

mártir,

fuera culpas,

me vendería por

que murieras con las manos

tranquilas,

pasivas. Sin voluntad,

acaso masacrada por fuerzas

ajenas,

como muere la juventud

en el siglo de magia y

milagros:

aniquilada por lo ajeno, mártir.

Consolaría el horror

de verte hecha un péndulo

y lavaría los estigmas

de mi nombre.

Carta a un amigo, por Alberto Ibarrolla Oyón

Réplica al poema La ciudad de C.P. Cavafis.

 

Recuerdas la tormenta de silenciosos agravios,

los jinetes embrujados que cabalgaban hasta la aurora,

las desidias que enloquecían las amistades,

y quieres cambiarlo, quieres mejorar el ayer.

Pero las dudas pesan y lastiman tu conciencia,

los temores y frustraciones influyen en tu mirada

y tu alma habitada por recipientes quebrados

se trasforma en un dolor insano e intolerable.

Las decepciones y los fracasos, indudablemente,

ahuyentaron a los sensibles amigos de antaño,

te hieren todavía en el corazón lacerado

y no eres capaz de cerrar tus heridas solitarias.

Las vanas palabras de mujeres extraviadas

no se han ido aún de tu vida, ni se irán.

En cualquier caso, pese a las sombras perversas

que se proyectan sobre tu memoria,

piensas en regresar coronado de laureles

cuando la ciudad de los pecados que te sonrojan

no alberga ya aquellos edificios depravados,

no contiene las imágenes que te trastornaron,

porque ya ni siquiera existe, no es.

Al cesar en el errático peregrinaje

que solicitaste entre aquellas rúas aborrecidas,

desapareció aniquilada por espectros satánicos

que aguardaban tu huida para silenciarla.

Estás completamente solo, intensamente solo,

la ciudad solo se hallaba en tu imaginación,

y la sonrisa rencorosa en tu rostro desordenado

no sirve para dotarla de realidad tangible.

Vives atormentado por un ayer que nadie recuerda.

¡Despierta de esta muerte de pasados irrecuperables!

La ciudad que añoras no te hablaba ni te amaba,

a sus habitantes ya los conoces, y los abandonaste.

Piensa en las bellas muchachas que te desean,

en los gorriones que te ofrecen copas de un néctar

que, soberbio, nunca habías deseado degustar.

Tu juventud será el bálsamo de la tristeza y la desesperanza,

la madurez será un lagar de luciérnagas serenas,

y la senectud, cuando llegue, será buena para recordar,

pero no esas viejas historias, no esos sentimientos vulgares,

sino los hechos de una vida realizada, tu vida.

El éxito

de María Elena Sarmiento

Ésta es la historia de un hombre normal, de esos que trabajan para vivir y viven para trabajar. Este fulano tuvo una infancia como la de cualquier otro. Quería ser bombero, policía no, porque a su mamá le inspiraban más miedo que respeto, futbolista, astronauta, abogado como su papá o súper héroe, ¿por qué no? Soñaba con salvar al mundo de una catástrofe y con encontrar la cura para el hijo del plomero que tenía síndrome de down.

Nuestro personaje supo, como todo el mundo sabe, que tenía que ganar dinero para ser feliz y eligió la carrera fácil, ésa que le implicaba dieciocho horas de estudio al día para aprobar las materias y que le permitió agregar, con toda honestidad, la abreviatura de licenciado en sus tarjetas de presentación. Obtuvo su primer trabajo y cumplió los sueños de otro, no nos queda muy claro de quién, pero es evidente que eso es lo que debe hacer un ciudadano respetable.

Dio el anticipo para un departamento y se hipotecó por treinta años, si todo salía bien. Dentro de sus cuatro paredes, pronto invitó a una mujer a vivir con él. Con los gastos compartidos, resultaba más fácil pagar la ropa de marca que necesitaban para convivir con su nuevo grupo de amigos tan selectos. No tuvieron hijos de inmediato (salen muy caros). Fue una suerte porque no resultó ser la adecuada para la vida que nuestro sujeto se había imaginado. Desfilaron tres más, una tras otra. Lo más difícil era hacerles espacio en los armarios que él había ido llenando a través de años de shopping en el extranjero.

Una se embarazó y eso la convirtió en la definitiva. Había que casarse por aquello de que la sociedad discrimina todavía a los hijos fuera del matrimonio. Un varoncito y, a los dos años, una niña. ¡Qué felicidad! Seguro más para la madre, que ahora ya se dedica de tiempo completo a cuidarlos.

En sus ratos libres, el hombre quiere ser futbolista. Ya no tiene edad. Se lastima la rodilla. Se le ha olvidado que un día quiso apagar incendios, pero su convertible rojo se parece un poco al carro de bomberos que de niño vio pasar como un bólido por la avenida. Quiere ser súper héroe, pero todos sabemos que esos no existen en la realidad. Se conforma con parecerlo. Cada día se entuba más los pantalones. Sería cursi ponerse unas mallas cuando ha substituido la corbata por la capa. Se vuelve intrépido. Se consigue una amante (o dos). Se obliga a usar preservativos. ¡Hay que ser responsable, caramba!

Cuando se da cuenta de que se le han pasado las décadas, se tiñe el cabello. Se inscribe al gimnasio, aunque sólo vaya los primeros dos días del mes. Así sigue su vida. No logra descubrir qué es lo que le hace sentirse un fracasado.

Esta historia es sólo ficción. Nadie conoce a un hombre así.