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LA CRUELDAD DE UNA MUJER ARREPENTIDA

De CECILIA DURAN MENA

 

Con la memoria hecha girones y la vida llena de tijeretazos,

arrastro los pies que ya olvidaron cómo caminar rápido. Me

siento en la banca frente a la iglesia a detener las quijadas con las

manos, como si con eso le diera soporte al cuerpo entero. Traigo

el mandil lleno de grasa y las mangas del suéter están llenas de

hoyos. La falda me cubre las piernas que tienen chorretes de

mugre. Hace tantos días que no me paso un peine por el pelo

que, si lo intentara, sospecho que no tendría éxito. De pronto,

escucho el clic de una cámara fotográfica.

Es muy temprano. La luz se calcifica entre las ramas

de los almendros en flor. Me duelen los huesos. Siento las

tripas enroscadas al cuello y seguro este aroma a amoniaco es

lo que atrae las moscas que revolotean a mi alrededor. Muevo

lentamente el cuello. Sé que lo oí, pero últimamente muchos de

los sonidos que escucho no parecen causar efectos en las demás

personas. Me temo que son mis ruidos personales. Pero éste es

diferente. Es real: el disparo de una cámara fotográfica. Estiro

la nuca. Sí, lo sabía. Éste sí lo oyó todo el mundo. La veo, pero

ella no se fija en mí. Está muy interesada en lo que sucede con su

pantalla.

El dedo índice recorre la superficie del aparato de

izquierda a derecha, como si estuviera pasando las hojas de un

libro que no le termina de gustar. Agita la cabeza de un lado

al otro tan despacio que el pelo no se mueve. No me gustan las

fotos. Cuando era niña le pedí a mi madre que me enterrara con

el vestido de Primera Comunión y que me hiciera un retrato,

para que no se olvidara de mí. No te vas a morir. Primero me

muero yo. Además, nunca te voy a retratar. Esas máquinas te

chupan el alma. Tuvo razón. Mamá siempre tenía razón en todo

lo que decía. Yo creo que alcanzaba a ver el futuro. Un cuchillo

le quitó la vida. Luego me morí yo, pero nadie se atreve a creerlo

porque dicen que tengo signos vitales de una quinceañera. Los

médicos piensan que estoy viva. ¡Pobres!

¡Qué susto te vas a sacar, niña, cuando te enteres que no

soy más que un fantasma! Si me vas a robar el alma, mejor me la

hubieras pedido. Flaco favor te hiciste al quedarte con el alma de

una muerta: eso es robar. Robar no es correcto. Elevas la mirada,

tienes ojos de perro ovejero y cara de gato de casa rica. Todavía

no te has dado cuenta. Ni sabes lo que te estás echando al lomo.

Andas disparando tu arma y no te enteras de los lamentos que

vienen después.

Me pica la cabeza y me rasco con fuerza. Eso te llama

la atención. Me miras con el mismo interés que verías un cuadro

en una galería y con la misma ternura que le dedicarías a la rata

que se come la basura en el bote al final del callejón. ¿Qué haces

aquí? Y ahora, ¿qué vas a hacer con eso que me robaste? Vuelves

a disparar. Oigo una ráfaga. Incluso te acercas. Te paras. Y ahí

va el dedo a repasar la pantalla. Me chupo las encías y trueno los

labios.

Haz lo que quieras, llévate lo que necesites, te lo regalo.

No hay necesidad de robar. Te lo doy todito. Soy como una

casa abandonada que ha estado deshabitada por tanto tiempo:

no necesito los muebles que tengo dentro. Llévatelo todo. De

todas formas, llevo tanto tiempo muerta que ya de nada me

sirve tenerlo. Si respiro es porque no he aprendido a tener los

pulmones quietos. Tal vez esa fotografía en la que te llevas mi

alma pueda tener la vida que a mí se me ha negado. A lo mejor

eso es una forma de esperanza.

¿Qué haces, por qué te acercas? El zumbido de las

moscas a mi alrededor eleva el volumen. Se sienta a mi lado.

Huele a jazmín. Oigo su voz como si hablara debajo del agua.

Extiende los brazos. Entiendo que me quiere enseñar las fotos. No

las quiero ver. Me tapo los ojos. Lo lamento, no quise asustarla.

Quiero pedir su autorización para publicar la foto. Mire qué bien

salió. No me pidas permiso de nada. Vete y haz lo que quieras. Sí,

publica la foto, llévate mi alma a un lugar mejor.

Señora, mil disculpas. No quise alterarla. Mire, mire, ya

la borré. Ya no hay fotos. Ya no hay nada. Le ruego me perdone.

No era mi intención. Oigo sus pasos, se aleja. La luz del sol se

opaca. Dijo que salí bien. Los fantasmas no salen en las fotos. No

te llevaste mi alma. También eso me negaste.

Adiós, Haytary

por Cecilia Durán

 

Cada región, cada pueblo, cada barrio tiene mitos y leyendas que les dan identidad. Estos se forman por la verdad de los hechos y por la visión de quien cuenta las historias. El narrador, a veces exagerado, a veces romántico, le añade condimentos a la historia para imprimirle su sabor y, en ocasiones, estos aliños tienen un lugar de mayor protagonismo que la verdad. En ocasiones, la leyenda se importó de alguna región, se tropicalizó y se adaptó al lugar, si no, ¿cómo es posible que en cada playa en la que hay una roca enorme se repita la historia de la novia que se petrificó esperando al marinero? Ana, la que espera eternamente al Miguel, quien salió por la mañana en la barca a pescar para no volver, existe en muchos de los linderos del océano de todo el mundo. El mito de Penélope se repite con cada una de las esperas que nos enternece el corazón.

La calle de Laurel es muy singular y desde luego, también tiene sus leyendas. De hecho, tiene muchas. Casi me puedo aventurar a decir que cada casa alberga una historia. Algunas son alegres y vibrantes, como el clima de Acapulco. Están habitadas. Otras, las que han sido abandonadas y devoradas por la selva tropical que se niega a rendirse ante la urbanización del fraccionamiento, son tristes. También hay historias de policías y ladrones. Tampoco faltan las de terror. Tal como Dante hizo la alegoría del camino del Infierno al Cielo en la Comedia, los lugareños refieren a Laurel como la calle que tiene las mejores historias que simulan ese ascenso. De hecho, la calle comienza en Avenida de la Concha y sube hasta la Calle de Rompeolas, así que el escalar no es meramente metafórico. De Villa Haytary a Casa Arimatea hay una pendiente interesante.

Imaginar, sí.

Hurgar y fantasear lo que pasa ahí adentro.

Algunas son casas de descanso de familias que viven en otra ciudad y que llegan a Acapulco en busca de sol, alberca y vistas de mar. Otras son casas habitadas por personas que han convertido al puerto en su lugar de retiro, muchas las rentan los fines de semana para sufragar los gastos de mantenimiento del inmueble, otras se quedaron a medio construir o se están cayendo a pedazos y muchas están abandonadas. En los recorridos matinales que hago a pie por el fraccionamiento, me detengo a observar esas casas y me pregunto qué pasó con ellas.

Me intrigan las que no se terminaron de edificar: se ven los muros de ladrillo, con techos que no se lograron construir totalmente o que se desplomaron rendidos por el paso del tiempo. Las varillas emergen amenazantes de los castillos entre los restos de cemento. Imagino que no les alcanzó el dinero para seguir construyendo. Me atraen las que fueron abandonadas. Ejercen en mí una influencia magnética y siento que una corriente eléctrica me jala la mirada. Tienen las ventanas oxidadas, los vidrios rotos y las puertas podridas. Las enredaderas crecen libremente, los gatos entran a perseguir a las ardillas que hicieron ahí sus madrigueras y aunque los empleados del fraccionamiento limpian por fuera, por dentro la naturaleza recupera lo que el ser humano le quitó al edificar ahí una colonia de lujo.

No sé si lo que se cuenta de Villa Haytary es verdad o no. Cuando yo empecé a caminar por la calle de Laurel, la casa ya estaba así, y de eso hace casi quince años. La primera vez que la vi tenía sellos que le cruzaban la puerta, en ellos se leía ASEGURADA, con la contundencia que dan todas las letras en mayúscula y las siglas y el escudo de la Procuraduría General de la República. El letrero buscaba el mismo efecto que uno que dijera CUIDADO CON EL PERRO. Para mí representaba una invitación a curiosear.

Si el salitre del mar oxidó la herrería de la Villa Haytary, imaginen lo que sucedía con los sellos de papel. Como la gente de la Procuraduría no los repone muy seguido, los sellos se desintegran y en su lugar sólo quedan manchas de pegamento. Esa sombra es el único testigo de la prohibición explícita para traspasar el umbral, lo cual ha representado desde siempre, una tentación. ¿Qué habrá ahí adentro? Recuerdo que una mañana que caminaba por ahí con mis hijas, la puerta estaba abierta. La tensión magnética se extendía como tentáculos que nos alcanzaban. Era más que una invitación. Era una seducción.

Al empujar la puerta un silencio nos invadió. La sensación de vacío profundo de una casa que fue abandonada por sus habitantes se aumentaba con el sonido de nuestras pisadas. Escuchamos el zumbido que provenía de varios panales que las avispas habían construido en las esquinas de la sala. Las golondrinas aprovecharon los pedazos de pechos de paloma que aún no se habían caído para hacer decenas de nidos. El piso estaba manchado de guano de murciélagos. De los pasamanos, colgaban telas de araña que parecían tules de algodón. En las paredes descarapeladas se podía adivinar el color amarillo pálido de la pintura.

Un candelabro oxidado y con los focos rotos, la base de cantera rosa de una mesa con la cubierta de vidrio rota, unas cortinas deshilachadas y una cuerda manchada de tierra eran los restos sobrevivientes del menaje de casa de la Villa Haytary. Una pila de latas de cerveza, un montón de botellas rotas: unas de ron, otras de mezcal, otras de tequila me hicieron evidente que no éramos los únicos delincuentes que nos habíamos metido a este lugar prohibido. El zumbido de las avispas y la serie de sonidos graves y agudos de las yuyas y las chachalacas, el cuerpo rígido de una rata café y otra gris, el aroma a humedad y el olor a fruta podrida, la canción pegajosa de una alondra y la sensación viscosa en las suelas de los zapatos es tan vívido que cada vez que lo recuerdo se me revuelve el estómago.

Un lugar prohibido que fue una casa. La estructura seguía conservando la distribución que le asignaba a cada espacio una función específica: las recamaras con vista al mar, la alberca con unos cuantos mosaicos venecianos, un asoleadero con restos de madera de teca, una cocina con lo que fue un refrigerador de buena marca, totalmente oxidado y raído, un jardín con hierba que creció más de ochenta centímetros, un comedor amplísimo. Aún en esa condición se podía adivinar lo que fue ese lugar. Junto a la recamara principal, había un pequeño cuarto en el que encontramos una cuna de madera infestada de termitas.

Cuenta la leyenda que un poderoso narcotraficante se enamoró de una hermosa mujer de rasgos orientales que nació en Hiroshima. La conoció porque ella vino de intercambio a estudiar español a una academia de idiomas en Acapulco. Cuentan que ella estaba hechizada por la vista de la bahía de Santa Lucía y que pasaba horas y horas sentada en la playa admirando la bahía más grande del mundo. Le gustaba mirar profundo a la infinidad de las olas del mar. Dicen que el amor es necio y que a mayores rechazos mayores empecinamientos. Lo intrigaba. Era como si los doscientos años de aislamiento de los Shogunes estuvieran contenidos en esos ojos de almendra. Lo maravillaban esos movimientos de las manos con los que ella era capaz de modificar el clima y la delicadeza con la que cambiaba de postura y movía la atmosfera. Era como una puerta japonesa que le abría el corazón a sensaciones como juegos de luces que estallaban igual a los fuegos de pólvora. No se resignaba a la fugacidad de esa mirada. La quería tener siempre.

Al hombre le costó mucho trabajo enamorarla, él no buscaba en ella despertar miedo que le opacara la palidez de la piel, o respeto que le nublara el enigma en los ojos, mucho menos desagrado que le quitara el brillo de ese pelo tan negro y tan lacio. A ella no quería usarla como objeto de placer. La quería a la buena. No quiso forzarla. Quiso atraerá a su corazón con la sutileza del viento, de la lluvia, de la luz de la tarde. La sedujo con paciencia.

La llenó de regalos, de mimos, la trajo por todo el país y nada. Era frágil, brevísima, muy delgada. También era dócil, lo seguía, lo acompañaba, pero dicen que ella seguía con la mirada puesta en el Oriente. Hasta que un día la trajo de nuevo a Acapulco y la llevó a la esquina de la calle de Laurel y Avenida la Concha. Entonces la mujer sonrió. El poderoso aprovechó la ventana de oportunidad que el destino y un buen corredor de bienes raíces le presentó, construyó una enorme mansión y le puso el nombre de su amada: Villa Haytary.

Ahí, en el nido de amor, dejó a su perla oriental y siguió con sus actividades. El espectáculo debía continuar y necesitaba atender el negocio. Viajaba mucho, pero con frecuencia, regresaba a los brazos de Haytary. El narcotraficante, atarantado por el amor, se descuidó, fue cada vez menos discreto, sus visitas más regulares y predecibles. Dicen que hay tres cosas que no se pueden disimular: el amor es la primera de ellas. La policía lo agarró con la facilidad con la que se atrapa a un gorrión. Adiós, Haytary.

Los que vivieron ahí al momento de la aprehensión dicen que llegó un pelotón innumerable de soldados. Había tanquetas en todas las entradas al fraccionamiento. Sitiaron la casa. Los helicópteros sobrevolaban el área. En las frecuencias radio de la vigilancia de la colonia se escuchaban los mensajes que informaban de las circunstancias de la situación. Con un altavoz, los militares se identificaron, gritaron el nombre del indiciado, expresaron la causa de la detención y giraron instrucciones muy claras y directas de lo que el hombre debía hacer. Le indicaron varias veces el motivo del arresto y le recitaron la cartilla de derechos que le otorga la Constitución. De una patada, abrieron la puerta. Entraron por él. Lo esposaron.

Los vecinos vieron que lo sacaron con las manos hacia atrás, caminando por su propio pie y lo metieron en la parte de atrás de la patrulla. El comandante Carrasco, jefe de los guardias de la colonia, dice que al salir del fraccionamiento ya iba muerto. El oficio traía la orden de realizar el registro de control de detención y cateo de la casa. Le quieren echar la culpa a los militares, pero los que estaban ahí dicen no fueron ellos. Herminia, la muchacha de la casa de al lado, cuenta que ella fue testigo de que saquearon la casa, que destruyeron los muebles, que sacaron muchas cajas, pero que Haytary no salió de ahí jamás.

No sé qué tanto de esa historia sea verdad. Tal vez, como la esposa de Lot, Haytary se convirtió en estatua de sal. A lo mejor, como lo narra la canción del Puerto de San Blas, ella sea esa piedra que sigue viendo al mar. Quizás, Haytary sea como Penélope que sigue esperando a que regrese el Rey de Ítaca. Tal vez, simplemente se fue. Regresó a Japón a olvidar. A lo mejor, Haytary no existió y el nombre de la casa signifique otra cosa. Sabrá Dios. La imaginación puede correr mil caminos e inventar cien mil historias. La realidad es arbitraria.

Única.

No queda más que atestiguar que las cosas son como se ven. Ahí están los sellos. ¿Podrían haber sido de otra manera? Es difícil entender. No hay explicación ni designio ni intención ética ni moral ni teológica que me lleve a comprender la brutalidad de este proceso de destrucción. Las rutas alternas que pudieron diseñarse zumban con la intensidad de los panales de avispas que se construyeron ahí dentro. Al contemplarla, siento una tranquilidad similar a la que experimento en el sillón del dentista. ¿Cuál es el propósito de las cosas rotas?

Las casas abandonadas son un reflejo extraño y profundo de una realidad que persiste enredada en las telas de araña, oculta en los nidos de golondrina, evidente en el guano de murciélago, que susurra en el aroma a humedad y fruta podrida. Nos fuimos. ¿Por qué se fueron? Esa es la pregunta que me asalta. Donde hay una casa abandonada, pudo haber un hogar y ahora hay una propiedad que no merece si quiera ser vendida. Esa sí que es una triste historia. Pero la ignoramos.

Lo cierto es que la casa ha estado desatendida por más de quince años. Las puertas están apolilladas, las ventanas oxidadas, los vidrios rotos, las paredes despintadas. Lo único que florece es una palma esbelta, que nadie cuida, que crece y crece, y mira al Oriente. A su lado se lee el nombre de Haytary.

 

El éxito

de María Elena Sarmiento

Ésta es la historia de un hombre normal, de esos que trabajan para vivir y viven para trabajar. Este fulano tuvo una infancia como la de cualquier otro. Quería ser bombero, policía no, porque a su mamá le inspiraban más miedo que respeto, futbolista, astronauta, abogado como su papá o súper héroe, ¿por qué no? Soñaba con salvar al mundo de una catástrofe y con encontrar la cura para el hijo del plomero que tenía síndrome de down.

Nuestro personaje supo, como todo el mundo sabe, que tenía que ganar dinero para ser feliz y eligió la carrera fácil, ésa que le implicaba dieciocho horas de estudio al día para aprobar las materias y que le permitió agregar, con toda honestidad, la abreviatura de licenciado en sus tarjetas de presentación. Obtuvo su primer trabajo y cumplió los sueños de otro, no nos queda muy claro de quién, pero es evidente que eso es lo que debe hacer un ciudadano respetable.

Dio el anticipo para un departamento y se hipotecó por treinta años, si todo salía bien. Dentro de sus cuatro paredes, pronto invitó a una mujer a vivir con él. Con los gastos compartidos, resultaba más fácil pagar la ropa de marca que necesitaban para convivir con su nuevo grupo de amigos tan selectos. No tuvieron hijos de inmediato (salen muy caros). Fue una suerte porque no resultó ser la adecuada para la vida que nuestro sujeto se había imaginado. Desfilaron tres más, una tras otra. Lo más difícil era hacerles espacio en los armarios que él había ido llenando a través de años de shopping en el extranjero.

Una se embarazó y eso la convirtió en la definitiva. Había que casarse por aquello de que la sociedad discrimina todavía a los hijos fuera del matrimonio. Un varoncito y, a los dos años, una niña. ¡Qué felicidad! Seguro más para la madre, que ahora ya se dedica de tiempo completo a cuidarlos.

En sus ratos libres, el hombre quiere ser futbolista. Ya no tiene edad. Se lastima la rodilla. Se le ha olvidado que un día quiso apagar incendios, pero su convertible rojo se parece un poco al carro de bomberos que de niño vio pasar como un bólido por la avenida. Quiere ser súper héroe, pero todos sabemos que esos no existen en la realidad. Se conforma con parecerlo. Cada día se entuba más los pantalones. Sería cursi ponerse unas mallas cuando ha substituido la corbata por la capa. Se vuelve intrépido. Se consigue una amante (o dos). Se obliga a usar preservativos. ¡Hay que ser responsable, caramba!

Cuando se da cuenta de que se le han pasado las décadas, se tiñe el cabello. Se inscribe al gimnasio, aunque sólo vaya los primeros dos días del mes. Así sigue su vida. No logra descubrir qué es lo que le hace sentirse un fracasado.

Esta historia es sólo ficción. Nadie conoce a un hombre así.

Adiós, chismocita

de Cecilia Durán Mena

No hay cicatriz que no encierre belleza, son las costuras de la memoria, dice la doctora mientras lleva a cabo el procedimiento de sutura. Como si yo quisiera guardar el recuerdo de lo que sucedió. Ya quedé marcada. Tuviste suerte, ¿sabes?, no hay afectaciones óseas y las vías nasales y orales no resultaron comprometidas. Tampoco te tocaron los ojos. Es algo muy superficial. Ni te preocupes, vas a quedar bien. La voz traspasa la tela azul claro del cubrecampos que me tapa la cara. Es una herida limpia, no te apures, voy a cuidar que el resultado sea estético. Va a parecer un pellizco de ángel. ¿Un pellizco de ángel? ¿Qué es eso? Una pequeña rendija de la tela me permite ver cómo se ajusta los lentes de cirugía. Sigue hablando. No sé si lo hace para explicar lo que está haciendo o si recita un procedimiento aprendido de memoria. Estoy con los cierres primarios y verás que tendrás una evolución muy favorable. Lo vas a notar en las próximas veinticuatro horas. No te muevas. ¿Te duele? Sin esperar respuesta, me inyecta más xilocaina.

En serio, no te muevas. No quieres quedar chueca, ¿verdad? Si no te estás quietecita, puedo dejar un remate imperfecto. Las cicatrices son costuras de la memoria, repito las palabras en la mente. No, no quiero un remate imperfecto que me marque para siempre, me digo, y siento que una lágrima quiere salir. Ya quedé marcada. La enfermera pasa un algodón por el contorno de los ojos. No queremos contaminar el área estéril, explica y siento una palmada en el hombro. El nudo en la garganta es amargo. No siento la cara pero tengo una profunda sensación de mareo.

La herida presenta un corte impecable, la trayectoria vertical fue bien trazada. Tenía buen pulso, aunque no lo creas, eso es una fortuna. Es una facial simple, es decir, neta, así se dice. Bueno, para que me entiendas, no es muy grande. Fíjate, le dice a la enfermera, la distancia entre bordes es menor a diez milímetros, se comprometió sólo el plano cutáneo y no presenta contaminación importante, podría ser suturada en un plano, a puntos separados con sutura no absorbible. ¿Nylon 6/0?, pregunta la enfermera. Se olvidan de mí. No, no hay necesidad, no son planos profundos, mejor usamos sutura no absorbible continua intradérmica. ¿Entonces, Nylon 3/0 o 4/0 o simplemente adhesivos cutáneos? No exageres, hay que suturar. Estoy muy triste. Mira, primero, el plano cutáneo es muy fino y se encuentra íntimamente relacionado con el músculo orbicular, por lo que debe suturarse en un sólo plano que incluya solamente piel. ¿Podré ocultar la cicatriz con maquillaje? Vamos lento, con cuidado. Hay que evitar deformidades por retracciones debidas a compromiso isquémico del músculo por sutura.

No entiendo nada. Sólo lo de deformidades. Dejo de escucharlas. Me pregunto dónde habrán quedado mi libro de inglés y la mochila. Entre los gritos de la gente del trolebús y tanta sangre, no me fijé qué pasó con mis cosas. Todo se me confunde, no sé qué sucedió primero. Hay espacios vacíos en la mente. Huecos. Hoyos. ¿Será muy grande el hoyo que me quedó en la cara? No era un agujero, más bien era un ojal. No sé. Las imágenes se enciman unas sobre otras. Lo único que recuerdo con precisión son las gotas de sangre en la blusa tan blanca de la señora que estaba junto a mí. Caras alarmadas, confusión, se fue para allá, dedos que apuntaban en mi dirección y lo que creí que eran gotas de sudor eran hilos de sangre que escurrían de la mejilla. Al mirarme en el reflejo del vidrio de la ventana, me di cuenta: tenía una rajadura que se abría desde el pómulo hasta la barbilla del que brotaba sangre. Grité. El chofer del trolebús se paró y los demás pasajeros también gritaron. Un hombre sacó una pistola y disparó tres veces. El chico de la playera negra con la cara de Darth Vader cayó muerto en la banqueta.

¿Te duele?, me vuelve a preguntar la doctora. No, nada. Mi voz se deshace como hilachos. Casi no se oye. Parece que estoy llorando. Sí, ya sé, tranquilita, ya vamos a acabar. La señora que está allá afuera, ¿es tu mamá? ¿Mi mamá? No, no es mi mamá. Avísenle a mi mamá. Le dicto el teléfono de la casa y alguien sale del quirófano. ¿Quién es la mujer que te acompañó, la que está en la sala de espera? No sé. En serio, no lo sé, ¿quién será?, ¿será la mujer de la blusa manchada? Bueno, no te apures, ahorita averiguamos. Trata de dormirte, así se te hace más cortito el procedimiento.

La verdad es que no lo sé. No sé nada de ella, ni su nombre, ni nada. Viajábamos juntas en el trolebús. Creo que ella ya estaba ahí cuando me subí a la altura de Xola. No estoy segura. Iba distraída. Llevaba el tiempo justo para llegar al examen de la clase de inglés. Repasaba los apuntes. Ellos se subieron en Eugenia, tal vez antes. Eran tres. Iban vestidos de negro. Se pararon entre nosotras. La rodearon. El de la camiseta de Darth Vader sacó una cuchilla desechable, de esas que se usan de repuesto en las maquinillas de afeitar. Esas que se utilizaban antes de los rastrillos de plástico. Vi cuando la escondió entre los dedos índice y cordial de la mano derecha. Se acercó a la señora de blusa blanca y empezó a rasgarle el bolso.

Intenté mirar para otro lado, no pude. Me aclaré la garganta y logré el cometido. La señora volvió el rostro hacia mí. Elevé las cejas y señalé su bolsa. Cuidado, susurré. La señora sonrió, caminó por el pasillo y se sentó frente a la puerta de salida. Gracias, gesticuló. Me hizo señas para que me sentara a su lado. Empujé con suavidad al de la camiseta de Darth Vader apresuré los pasos y ocupé el asiento. El tráfico estaba imposible. El trolebús apenas avanzaba. Miré el reloj. Llegaría tarde al examen. Suspiré. Gracias. De nada, le dije.

—Oye— miré en dirección de la voz. El de la camiseta de Darth Vader estaba frente a mí—, gracias, ¿eh? Adiós, chismosita.

Me sostuvo la barbilla con una mano y me pasó la otra por la mejilla izquierda, como si me estuviera acariciando. La navaja entre el dedo índice y cordial se deslizó con suavidad sobre la piel y la cortó sin que hubiera dolor. El grito de la señora fue desgarrador. Las gotas de sangre le mancharon la blusa tan blanca. El chico pateó la puerta del trolebús. Saltó a la calle. Fue él, fue él. El reflejo en el vidrio de la ventana. Mi cara. Dos detonaciones. Dos charcos de sangre: uno en el asfalto de la calle; otro en el piso junto a mis pies. El hombre de la pistola se bajó, volvió a detonar el arma. Se perdió entre las calles de la colonia Narvarte. Los compañeros del muerto desaparecieron. No tengo idea de cuánto tiempo tardó en llegar la ambulancia que me trajo al hospital. No sé quién ni cómo me subieron. Tampoco me enteré quién me acompañó hasta acá. ¿Ya le habrán avisado a mi mamá?

Hay espacios vacíos en la mente. No sé si alguien recogió mi libro de inglés ni qué pasó con la mochila. No recuerdo bien su rostro. La voz es clara en la memoria. Me arrancó una tira de piel. El lamento se ahoga. La garganta está muda. Callada, entro en un hueco oscuro. Me marcaste la cara y no recuerdo la tuya. Queda ese timbre: Adiós, chismocita. Retiembla la piel. En serio, no te muevas. Tranquila. Ya vamos a acabar. Entre las costuras de la memoria, no hay forma de que alguien me pueda convencer que no hay cicatriz que no encierre belleza. Adiós, ya me dejaste marcada.

La luna

de Christina Ruíz Martí

La luna llora lágrimas de plata

porque quiere ver el sol

la luz, el verde, el azul

pero está condenada al negro

La luna quiere que su sonrisa

se refleje en el universo del día

quiere unos ojos que vean

la luna quiere ser sol pero no puede

La luna llora porque se siente sola

en su vacío muerto

contempla las estrellas y quiere ser ellas

pero no puede

la luna quiere ser libre

pero las nubes atrapan sus sueños

y los esconden cada noche

La luna grita, pero nadie oye sus lamentos silenciosos

y se vuelve a dormir porque

sabe que luchar una guerra perdida solo va a cansarla

y volverla más triste

 

La luna quiere ser sol pero no puede